Crónica de los sobrevivientes (parte III)

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Por: Fernando Hermida

Una fila infinita de inmigrantes serpenteaba el interior de las instalaciones del centro de detención de indocumentados en la terrosa ciudad de Yuma, justo en las márgenes de la tierra prometida. Una gran carpa blanca, donde cientos de militares de arrogante estatura hormigueban por los pasillos procurando que todo el mecanismo de clasificación de inmigrantes funcionara con perfección milimétrica. Era la antesala de una nueva vida que comenzaba a pujar y para ello había que abandonar allí mismo y para siempre buena parte de nuestro pasado. Todas nuestras pertenencias tenían que ser colocadas en una sola bolsita plástica, diminuta y estéril. Un ridículo espacio para salvar demasiados recuerdos. Afortunadamente, logramos insertar en la alforjita una estatuilla en madera de la Virgen de la Caridad del Cobre, la santa de todos los cubanos, la misma que había cruzado el río y atravesado el desierto junto a mi familia y que ahora era tan inmigrante como todos.

Más tarde nos ofrecieron comida y algunos minutos de descanso. Luego, entramos en un enorme salón junto a cientos de personas que estaban siendo entrevistas una a una. Las más de cinco mil almas que esperaban ser clasificadas ponían en jaque un mecanismo que funcionaba bajo una presión nunca antes experimentada. Los niños, aburridos, correteaban sin cesar;  los bebés lloraban desconsolados; la gente se impacientaba. Finalmente, el oficial mencionó nuestros nombres: procedencia, edad, padecimientos. Otro oficial me sugirió pasar a ver al doctor para que me pudiera recetar mi medicamento contra la hipertensión. Dejé a mi esposa y niños en un banco de aquel salón y fui conducido a la enfermería. No me despedí. No los volví a ver en los cuatro días siguientes.

De la enfermería, fui guiado por otro oficial a través de un largo pasillo hasta llegar a una habitación inmensa, sin ventanas, dividida en cuartones separados por paredes de plástico transparentes. Dentro, se agolpaban cientos de hombres de todos los confines del mundo dormitando sobre delgados colchones, sobre el piso o en bancos, cubiertos por finas mantas metálicas de mylar que consolaban el intenso frío  y dibujaban el paisaje humano de aquella tragedia.

Pero sin dudas, la separación familiar era mi mayor angustia. Desconocer el paradero de mi esposa y de mis hijos e ignorar las condiciones en las que estaban viviendo era lo único que no perdonaba a mis  anfitriones. Luego descubrí que allí todos nos encontrábamos en la misma situación: Joao, un camionero brasileño del Mato Grosso y Alex, un párroco colombiano de Bogotá se convirtieron de repente en mi única familia. También añoraban a los suyos, los lloraban. Dos días después, las autoridades me explicarían las reglas de mi próxima puesta en libertad: llevaría conmigo un teléfono celular habilitado con un GPS que monitoriaría mi ubicación en el país y con el que tendría que enviar un selfie todos los jueves desde suelo libre. Los rumores entre los indocumentados aseguraban que tras aquel procedimiento, mis horas allí estarían contadas; otros decían que nos autorizarían al fin a bañarnos antes de ser liberados; los más escépticos, sin embargo, auguraban que aquella espera podría tardar varias semanas…

Una voz nos conminó a todos a hacer una fila para la cena: un burrito de carne y vegetales, una manzana y un jugo. Mis hijos odian los burritos, pensé afligido. ¿Qué estarían comiendo? ¿Dónde estarían durmiendo?

Finalmente, después de cuatro largos días, mencionaron mi nombre junto al de otros compañeros y supimos de inmediato que esa era la señal dela liberación. Nos condujeron a un grupo en una fila por los pasillos blancos y nos detuvieron frente a otra instalación habitada por mujeres y niños. ¡Por fin pude ver a mi familia! Fueron incorporados a la fila justo detrás de mí. Los vi llorar. Habían adelgazado. Nos impidieron cualquier muestra de afecto en ese momento. Solo alcancé a sostener fuertemente la manito de mi niña pequeña aunque sin apenas mirarla. Caminamos hacia un salón aún más grande y al llegar rompimos en llanto. Nos besamos y nos abrazamos con fuerza. Se acercaba la salida. Algunas vacunas, instrucciones. El sol ya se asomaba en el desierto de Arizona y fue entonces cuando pudimos ver, después de varios días, juntos, su luz sobre la arena.