Por: Fernando Hermida.
El sol apenas lamía el desierto y ya la arena reverberaba el horizonte. Recorríamos el camino hacia un lugar incierto en California. Junto a nosotros en el ómnibus del servicio de inmigración viajaba una familia rusa que durante los días de encierro no habían lograron comunicarse verbalmente con nadie mas que con señas y ademanes. Viajaban con dos niños; uno de ellos, un bebé de seis meses. También viajaban otras familias: unos cubanos aún embelezados por el reencuentro, otra familia de haitianos aún soñolientos; tres nicaraguenses…El paisaje afuera no era nada inspirador: miles de kilómetros de tierra estéril y ocre, dormida, hirviente.
De pronto, algo comenzó a andar mal. Mi niña, la del nombre de cielo, comenzó a hervir tanto como el desierto. La fiebre era alta al tacto aunque no teníamos cómo comprobarlo, se había desmadejado sobre el regazo de su madre y había perdido el ánimo. Rápidamente, mojamos la manga de uno de los suéteres que llevábamos y comenzamos a usarla a modo de compresas. Nos quedábamos sin agua para tomar y nadie nos había informado ni a dónde íbamos, ni cuánto tiempo duraría aquel viaje. Los celulares, recién devueltos, dormían sin batería. Bruscamente, el ómnibus comenzó a subir una cuesta abrupta y notamos que el aire acondicionado comenzaba a languidecer. El calor ebullía dentro. La madre rusa había encontrado un pedazo de cartón para abanicar a su bebé mientras sus rostros se enrojecían por el vapor. Los niños haitianos, lloraban sin consuelo. La otra madre cubana se acercó al plástico transparente que nos separaba del chofer de la guagua y trató de ser escuchada, golpeó el plástico, gritó: nada. El chofer parecía conducir solo, en un viaje sin pasajeros. Yo comenzaba a sudar copiosamente, estaba nervioso. Ideas macabras comenzaron a aflorar de mi agotada cabeza, ideas que no me atrevía a compartir con mi familia: que si era una estrategia fascistoide para deshacerse de nosotros en el medio del desierto, que si en pocos momentos podría comenzar a manar gas venenoso. Lo cierto era que seguíamos encerrados en un ómnibus hermético sin ventanas y con un calor abrazador.
Por suerte la cuesta abajo de aquella montaña disparó el aire acondicionado de vuelta y pudimos respirar con sosiego. Fue entonces cuando llegamos al límite interestatal entre Arizona y California y nos hicieron descender de los ómnibus y caminar hacia una estación del servicio de inmigración para merendar e ir al baño. También nos hicieron un test anticovid 19 de rigor pero, por suerte, estábamos sanos y mi niña, ya mejor, nos recompensó con una tímida sonrisa. Unos minutos más tarde subimos a otro ómnibus esta vez más cómodo y mejor equipado cuyo chofer finalmente nos informó que nos dirigíamos a la ciudad de Indio en California. Allí nos esperaban para ayudarnos a llegar a nuestros destinos. Fuera el desierto seguía pareciendo nada acogedor, pero pudimos descansar algo en las próximas horas de la travesía hacia nuestra primera parada en tierra libre.
En la pequeña localidad de Indio, fuimos trasladados a un pequeño hotel donde nos recibieron jóvenes voluntarios de una ONG católica del Valle de Coachella, a las puertas de Los Angeles. Aquel lugar nos dio la mejor de las bienvenidas, el mejor momento que habíamos experimentado en las últimas semanas. Pudimos descansar, al fin. Nos ayudaron con nuevas ropas, comida. Pudimos cargar los celulares y nuestras familias al fin pudieron saber de nosotros después de varios días sin noticias. Al día siguiente aquellos jóvenes nos trasladaron al aeropuerto más cercano para comenzar el viaje final. Primero hicimos escala en San Francisco y de allí a Orlando, casi nueve horas de viaje que se tragaron las últimas reservas de esfuerzo que nos quedaban. Durante el vuelo a la Florida traté de distraerme mirando las noticias y supe por primera vez de la masacre de Ubalde, una trágica noticia que también formaba parte del paisaje humano que nos daba la bienvenida. En el aeropuerto de Orlando nos recibió la familia con globos y abrazos. Lloramos todos juntos. Parecía que toda aquella travesía había concluido pero todo aquello no era más que el prámbulo de un largo viaje hacia un futuro que habría que empezar a construir, definitivamente, para todos.